lunes, 30 de diciembre de 2013

SEXO MACHOTE I

A musculado, mamón como el que más, le petan el culo maravillosamente



Se entrega al vicio y termina con la tranca puesta. Vicio que enamora, calienta y enloquece.

2013... SE NOS VA...

Si el 2013 te dejó con la boca abierta....


Espera a ver que trae el 2014



!Feliz Año para todos!



sábado, 28 de diciembre de 2013

Sombra en Venecia

RELATO:


       Juan soñaba con la tarde en que no regresaría a casa de su trabajo, se iría de putas con los amigos y no volvería hasta pasados al menos tres días. Pero Juan volvía, siempre volvía. Muy a su manera adoraba a su esposa, ama de casa perfecta, fiel a su marido contable de una gran empresa con un sueldo respetable y vacaciones pagas una vez al año. Pero no podía dejar de preguntarse qué había sido de aquel colegial que supo ser, dispuesto a todo por un buen polvo con algún compañero del internado.

       Juan la quería, pero se aburría a morir. Trabajar hasta dejar la piel en la oficina plagada de problemas que eran siempre los mismos, siempre reprochables, y siempre irreparables según decían desde la gerencia. Después llegar a casa, la sonrisa perfecta de su esposa, la cena de rôtisserie, por supuesto fingida casera, y el sexo apurado de la noche del jueves.

         En otro tiempo había sido muy distinto de aquel contable gris que todos conocían en la empresa, amargado, sumido en la rutina indeseable de un trabajo que detestaba, y una vida familiar que por mucho que intentara, no lo hacía feliz. 

         Hacía ya mucho tiempo, apenas salido del instituto, Juan se había enamorado, para su desgracia, del hijo de su padrino. 

         Su padrino era un hombre al que casi no conocía y del que solo sabía que le llegaban costosos regalos para sus cumpleaños y las navidades, seguramente elegidos por alguna secretaria ignota. Aún así, era éste el mejor amigo de su padre, y de ahí que resultase su padrino. Éstos compartían temporadas de pesca y cacería, siempre lejos de casa

         Era en aquel entonces, cuando Juan cortejaba al rubio colegial de apenas diecisiete años, hijo de su padrino, con la prudencia que le permitían sus recién cumplidos dieciocho. Miraba su rostro de escasos vellos aún sedosos, apenas incipientes, los brazos y piernas casi lampiños, su pecho de deportista apasionado, y no podía más que sentir la excitación que lo llevaba por los pensamientos más lujuriosos. El chico se acercaba travieso, intuía las intenciones de Juan y jugaba con ellas. Las tardes entre tenis y natación, preludiaban el juego de miradas soslayadas en las duchas del club, donde el frotar del jabón sobre las fibras musculosas de los cuerpos desnudos  suplía a las caricias que aún no habían sido dadas, propiciando erecciones disimuladas con pretendida torpeza.




           Aquel verano, como todos los anteriores, los padres de ambos se irían a algún saffari al África, pero ellos habían pedido pasarlo juntos en la quinta del padrino, no les faltarían entretenimientos, ni los atentos cuidados del personal de la casa. Todo estaba saliendo según lo planeaba Juan, el verano estaba próximo y los histeriqueos sensuales de colegiales no podrían perdurar ya demasiado. Llegó la noche de la despedida de ambos padres, que por tal motivo, habían organizado una fiesta en la quinta. Estaba repleta de adinerados amigos de su padrino, ninguno de su padre, como era de esperar, después de todo, a pesar de una amistad de años, era solo el contable de aquel millonario. 

            El champagne corría como la sangre por las venas. Y este Juan adolescente, estaba decidido a que esta, fuese la noche en que cumpliría sus fantasías con el colegial. Lo siguió en todo momento, lo seducía con palabras y caricias que eran poco más que roces de sus dedos en el rostro imberbe o sobre los muslos expuestos por los pantalones cortos del rubio muchachito que le prodigaba grandes sonrisas pero siempre rehuía sin acabar de ceder a los impulsos. Juan estaba con las hormonas revueltas y el corazón queriendo saltársele del pecho. Perdió de vista unos instantes al jovencito y este desapareció. Juan subió las escaleras alejándose de la fiesta, sintió agua correr un uno de los cuartos de baño del piso superior, y sin pensarlo entró seguro de encontrar al destinatario de sus, ya por demás acumuladas, lujuriosas pasiones. Una vez dentro, lo vio parado meando a mares, su miembro viril en pleno se ofrecía esplendoroso a su vista. La imagen lo cautivó. Ese pene de buen tamaño estando aún flácido, del que manaba un chorro abundante y espumoso, y el matorral tupido que coronaba a esa verga se le antojaban deliciosos. Cerró la puerta tras de sí, no había encontrado al joven al que tanto buscaba, pero poco le importó, había quizá encontrado algo mucho mejor. Se acercó por la espalda, acarició esos muslos poderosos, plagados de abundante vello oscuro, tan distintos a los del rubio hijo imberbe. Acariciaba con todo el deseo que sus dedos eran capaces de expresar, y su padrino se dejaba hacer, tomó la verga con ambas manos e imprimió un movimiento masturbatorio casi brutal. El padrino calmó su ímpetu tomándolo por las muñecas y apartó aquellas manos de su polla, se dio la vuelta sonriente, sus ojos miraban profundo dejando entrever exceso de alcohol. Una vez frente a frente, su padrino lo besó profundamente, y juan aceptó gustoso esa lengua que lo invadía mientras las manos enormes sostenían su rostro. Las piernas de Juan flaqueaban. No pudiendo ya sostenerse en pié, cayó de rodillas frente a su padrino, quedando la verga enhiesta ante sus labios. Juntó con la punta de su lengua las últimas gotas del dorado líquido contenidas en el prepucio, las sorbió con entregado deleite. Recorrió el falo con su lengua dando esporádicos besos con sus labios delicados, lamió los pesados huevos y los saboreó en su boca colmándolos de saliva. Mientras el padrino acariciaba tiernamente los cabellos de Juan, hundió lentamente la verga en su boca, quien engulló goloso todo aquel trozo de carne viril. La situación con este  hombre superaba con creces lo que tantas veces Juan había imaginado sucedería con el hijo. El padrino llegó al éxtasis llenando de salado semen aquella boca que tragó y buscó cada resto para que no hubiera desperdicio alguno. En estos menesteres se encontraba Juan cuando irrumpieron violentamente en el cuarto de baño el rubio colegial acompañado del padre de Juan dando ambos gritos desaforados. Entre tanto alarido no se distinguía quién reclamaba qué a quien. Ese año ya no hubo saffari, nunca supo si los hubo luego, pero intuía que sí. Tampoco verano en la quinta. 


El Padrino

         Tras una reunión en cónclave entre padre y padrino, nunca más se hablo del tema. El padre hizo como que nunca hubiera sucedido, pero su mirar se tornó distante, torvo, con un reclamo implícito. Pasado el verano Juan fue a la Universidad Católica, como se esperaba de él. Ya no recibió los costosos regalos en navidades ni cumpleaños, pero sí los pagos puntuales de su costosa educación, que bien sabía su padre no podía costear, y una mensualidad con la que pasaba cómodamente sus días en la capital. Al recibirse heredó el puesto paterno en la empresa del Padrino, ya que su padre se retiraba anticipadamente. Muy a pesar de sus esperanzas, nunca vio al padrino, ni a su hijo, que se suponía a estas alturas se encontraría en el largo aprendizaje de tomar las riendas de aquella enorme empresa. Siquiera estaban en el mismo edificio, mensajeros y secretarias eran su único medio de contacto con la central.

             El paso de los años hizo que a nadie le extrañase que el contable no estuviese en la central. Supo que el rubio colegial ahora se casaba con la hija de un respetable empresario marroquí. Años más tarde, se hizo cargo de la compañía. Nada cambió en lo laboral para Juan, mas en lo personal, su vida se hacía cada día más gris en un lento degradé que lo conducía hacia una profunda oscuridad. Y así pasaban los años para Juan.

                                         
         
            - Señor Montalvo -dijo la secretaria asomándose al cubículo de Juan- le presento a Marco, el nuevo mensajero.

            - Bien, gracias señorita -dijo Juan sin levantar la vista de sus papeles enmarañados-

            - Para lo que guste, señor Montalvo, puede pedir por mí en la extensión 208.

            - Gracias joven, conozco de sobra el interno de mensajería, suelo requerir sus servicios.

            - Como guste... -dijo el joven dejando notar algo de desilusión-

        Juan se dio cuenta de que lo había tratado con una indiferencia brutal, seguramente el chico traería un cúmulo de esperanzas puestas en ese trabajo y él se las tiraba de un soplido por su propia frustración.

             - Disculpe joven... -dijo Juan elevando un poco la voz para que lo oyese-

             - Marco... -completó el mensajero intuyendo que no recordaría su nombre-

         El muchacho había permanecido tras Montalvo sin que éste siquiera lo notase, por lo cual se sintió aún más miserable, giró sobre su silla y vio al joven: alto, de unos ventipocos, tez morena, rizados cabellos, profundos ojos verdes y una sonrisa cautivadora. El contable se quedó sin habla unos instantes, y sin quererlo se vio acomodándose el pelo y la corbata intentando mejorar su aspecto. ¿Porqué lo habré hecho? se preguntó más tarde. Extendió un saludo torpe al mensajero con su mano un tanto sudorosa.

               - Un gusto Marco, ya lo llamaré cuando lo necesite, puede ir nomás.

           Marco le regaló una última sonrisa y desapareció entre los cubículos. Juan se sentía descentrado, el chico había tocado una fibra que él que creía dormida, apagada, casi inexistente, aquella que no sentía desde su adolescencia cuando el mandato paterno impuso su misma carrera, esposa, una vida ordenada, lejos de los desmanes de su primera juventud. Comenzó a volar con su mente recordando los años en el internado de San Ignacio, plagados de amores furtivos con los colegiales más predispuestos. Claro que treinta años atrás no era lo mismo, él ahora pasaba largo los cuarenta desmejorados por el estrés y el escaso interés en sí mismo, y no podía dejar de verse como aquel personaje de Thomas Mann en "La muerte en Venecia" que intentaba burlar los signos de la vejez con polvos faciales y trucos de peluquería porque se había enamorado de un adolescente. Quiso consolarse diciéndose que él tan solo había acomodado su corbata y los cabellos, Marco no era un quinceañero ni él "un viejo", además... no estaba enamorado del mensajero, eso era imposible... Pasaron los días y Juan había retomado la dieta y el gimnasio, luego cambió el corte de pelo -que para su desilusión, hacían más notoria la prominente calvicie en las sienes- y recurrió a las tan promocionadas -casi mágicas- cremas antiedad.     


Marco


              Siempre había algún recado, unos papeles que enviar, alguna cosa por solicitar... Siempre a través de Mensajería. Las teclas 208 del teléfono ya casi de marcaban solas, y el se derretía como un colegial cada vez que Marco aparecía con su sonrisa y esas maneras que tanto le seducían.

              Se contentaba con el roce de las manos al tomar los papeles de las suyas, o con sentir el aroma de su piel siempre fresca al recoger aquel encargo que Juan dejaba en el extremo opuesto solo para obligar al mensajero a tender medio cuerpo sobre el escritorio para obtenerlos y así llegar a admirar ese torso tan definido, el pecho cubierto juveniles vellos dispersos sobre los pectorales firmes que su camisa entreabierta dejaba notar para delicia de Juan. Día a día se sentía más cercano al Gustav Aschenbach de Thomas Mann en "la Muerte en Venecia". Cambió veinte veces de perfume, esperando que Marco lo notara, y le produjo una erección inmediata la vez que el chico alagó el aroma acompañando su decir con una de sus sonrisas espléndidas. Demás está decir que ya no utilizó otro perfume más que ese. 

                Cierta vez, saliendo del baño cercano al recóndito lugar en que se encontraba el cubículo de Juan, tropezó con la adorada figura de Marco. Se sonrieron como siempre. Juan traía una erección inocultable, se quedaron estáticos unos segundos, sin ceder ni reclamar paso. Juan tomó el rostro de Marco entre sus manos y lo besó sin esperar reacción, pero la hubo. El mensajero respondía al beso con la misma intensidad y acariciaba rudamente la espalda del contable con ambas manos. Juan, sin dejar de besarlo furiosamente, lo condujo hasta la pared opuesta del corredor, y entre la máquina expendedora de sodas y el rincón del final del pasillo, dio la vuelta al muchacho que quedó con su pecho y manos contra la pared, las piernas un tanto separadas y la cola en pompa. Juan deprendió los cinturones de los dos, y sus pantalones se deslizaron sobre las velludas piernas. Recorría de extremo a extremo con su verga dura aquella raja que se le ofrecía, besaba el cuello de Marco que suspiraba con pequeños gemidos que pedían lo penetrase. Juan ubicó el glande en la puerta del ano que había detenido los sensuales movimientos para permitir que el contable hiciese. Y el contable hizo. Dejó caer abundante saliva sobre pija y raja, la recorrió una vez más y se posicionó en la entrada maravillosa de Marco. Empujó suave pero firmemente, sintiendo como se abría paso. Con las manos sobre las caderas del chico comenzó un movimiento rítmico que se tornó casi bestial, y matizaba con besos en el cuello que además acariciaba con su lengua hasta llegar al lóbulo que mordisqueaba suavemente. Marco gemía con grandes suspiros ahora, y aumentó el movimiento sensual de sus caderas manchando de blanco las grises paredes del pasillo. Juan sintió rodeando su verga dura, cada contracción de la eyaculación de Marco, provocando la suya propia. Llenó de su varonil esencia el interior del mensajero y, sin separarse, se abandonaron en un breve descanso contra la pared. El toque de la porra de uno de los guardias de seguridad, sobre el hombro de Juan, hizo que se separasen rápidamente. El que mismo que tocara su hombro, sin decir palabra, señalaba ahora con su porra de goma la cámara que apuntaba el área de la expendedora frente a la puerta del baño.


Montalvo


           Con un guardia a cada lado, como si de un gran criminal se tratase, fue conducido hasta la central, el fantasma de Aschenbach se cernía sobre él nuevamente. 

          Levantó la vista cuando llegaron ante una pesada puerta de doble hoja en la que se leía el nombre del que fuera su angélico colegial. Abrieron ambas hojas y él avanzó solitariamente hasta el escritorio en el despacho inmenso. Miró al pequeño hombre sentado en su gran sillón. Los años habían hecho estragos en él, su lozano e imberbe rostro de ángel había mutado al de un endiablado vejete, y la rubia cabellera era ya inexistente.


               - ¿Nunca pasará su pasión por los baños Montalvo?


          Juan no respondió, firmó cuanto debía para su desvinculación laboral y tomó el cheque por una suma bastante superior a lo que le correspondía como indemnización, bien lo sabía él. No recogió sus cosas del cubículo, solo se retiró para nunca volver, así había interpretado debía hacerlo.

          Fue a casa, pidió el divorcio a su esposa que se lo tomó como lo haría un pájaro al que se libera, sin lágrimas, sin reclamos ni vista atrás, solo volar a la libertad. Juan se sintió por fin, libre también.

                         
          Con parte del dinero de su indemnización voló a Venecia, vio los palacios, canales y callejuelas. Tuvo amores furtivos y encuentros casuales en los baños de los afamados centros comerciales. Tomó un vaporetto al Lido, fue a una de esas casi aristocráticas playas que momentáneamente podía pagar, recostado en su tumbona vio a cierta distancia un grupo de jóvenes jugar de manera casi animal, un juego que incluía muestras de superioridad de fuerzas, risas, caídas y correteos desenfadados, uno de ellos moreno de rizados cabellos le recordaba a Marco, o acaso a Tadzio -el amado quinceañero de Aschenbach- Sonrió pensando en el absurdo sentido del humor de quien escribe los jirones del destino. Con los ojos cerrados sintió cernirse sobre él la oscuridad, sería quizá otra muerte en Venecia. Sintió una brisa fresca en su piel. Deseó la muerte que creyó llegaba oscureciendo su cielo interno.

                    - Buon pomeriggio signor Montalvo -dijo una voz conocida y Juan entreabrió los ojos sin poder creer que la Muerte tuviese el rostro de Marco- 

                    - Mi padre también me echó de la empresa, pero el abuelo me dio una mano, dijo que me entendía -continuó hablando el joven-
                     - ¿Marco? -preguntó incrédulo Juan-

                     - Y quién sino... ¿Sabes? Me han dicho  que Miguel Ángel al ver una piedra derruida dijo ver a un ángel dormido, yo miro a este contable agobiado y veo a un tigre agazapado. Es hora de despertar Montalvo. 

           Con una de sus amplias sonrisas, Marco extendió la mano hacia él-. Juan se incorporó tomándose del juvenil brazo fibroso y se fundieron en un abrazo sincero, lleno de amor, y aquel beso fue solo el inicio de su nueva historia. 

          Juan sonrió pensando en el sentido del humor de quien escribe los jirones del destino. De alguna manera aquel Montalvo, contable de buen sueldo y vacaciones pagas una vez al año, había muerto en Venecia. Renacía entonces Juan, el apasionado amante, nuevamente enamorado...  y de la misma sangre.        




miércoles, 18 de diciembre de 2013

Las estrellas de fútbol adoran el sexo anal

FuenteRAGAP  (sin autor firmante)

NOTA: Algunas palabras fueron remplazadas por otras con la misma significación pero distinta connotación, esperando no alterar es sentido de la nota ni su estilo. Estas palabras están en cursiva (puede verse la versión original en el enlace de la fuente).




Las estrellas de fútbol son unos adoradores del sexo anal. Les complace follar y ser follados. Para ellos el sexo oscuro es la última frontera, es el premio de consolación, es la consumación de la victoria, es el secreto del campo de los héroes

No se confundan. La penetración entre los atletas del olimpo futbolístico es lo contrario a la mariconería, lo opuesto al amaneramiento. No es un juego de nenas, no es flirteo de sarasas. Para la élite del fútbol la penetración es un combate entre iguales en un reino, uno de los pocos, en el que un gay aún se le sigue llamando maricón.

Ustedes no lo comprenderán. Quizás no se lo crean. Pero es que ustedes no son estrellas de fútbol. No saben lo que cuesta llegar a lo más alto.

Ustedes no saben lo que es no haber tenido infancia. No haber disfrutado de la adolescencia. Haber pasado los mejores años de su vida curtiéndose en campos de tierra a base de codazos, empujones y zancadillas. Magullados a base de esguinces, cosidos a fracturas, con los mil dolores de las lesiones. No. No saben lo que es crecer viendo como las piernas se arquean y el corazón se endurece de tanto encajar los insultos y escupitajos que arrojan públicos enfurecidos, soportando la injusticia congénita de los árbitros, resignándose ante la indecisa parcialidad de entrenadores cambiantes, sufriendo la espantosa soledad del banquillo de los suplentes.

Cuando el consuelo es un largo viaje en autobús con el equipo, cuando la confianza se teje en habitaciones compartidas, cuando el desenfreno orgiástico de los goles se celebra con sinceros, profundos y masculinos abrazos, cuando el compañerismo es un cachete en la nuca, cuando la camaradería una palmada en el culo, cuando el beso es fraternal, cuando la victoria es un éxtasis de champagne que se fumiga a borbotones entre iguales, cuando las derrotas son lágrimas compartidas en vestuarios que huelen a reflex y a sudor… solo cuando se han vivido estas experiencias empieza a comprenderse como se forjan los empotradores.

No me hablen de sus rubias esposas, de las modelos y actrices con las que salen. No me vengan con sus chiquillos y sus familias. Eso no cuela. Su normalidad es teatro porque saben que cada uno de sus gestos es espiado, escrutado y juzgado. Son los dioses del estadio. Y son conscientes de ello. Por eso se hacen pasar por gente corriente… de esa que firma autógrafos, es acosada por la prensa, adorada por los fanáticos, y perseguida allá donde quiere pasar desapercibida. Pueden parecer campechanos, pero los cristales de sus coches de gran cilindrada son tintados, y enormes son los auriculares que les separan del ruido de la calle. Es todo un espejismo de apariencias. Los futbolistas son personas que en la videoconsola juegan a ser la versión virtual de ellos mismos. ¿De qué falsa humildad estamos hablando?

Ustedes no conviven con los chicos de los anuncios. No contemplan sus cuerpos. No los admiran de cerca, anatomías privilegiadas talladas con sacrificio. No leen sus tatuajes. No templan sus falos. Ustedes no saben lo que pasa en un vestuario. No conocen la verdad. Al público le llega una glosa edulcorada de la versión oficial. 
La higiene y la lucha por la supervivencia entre campeones es terreno vedado.

Es en ese círculo acotado, en la órbita adonde nadie ajeno llega, donde se conjuga lo hercúleo con lo apolíneo. En la privacidad entre pares la carne del olimpo se humaniza y busca su semejante.

La desnudez de los atletas no busca caricias, cariño ni conversación. Como ocurre en el campo de juego, en el follar futbolístico prima la dominación, la sumisión, el control, el resultado -desde que España gana, hay quien habla también de estilo. Pero el tiqui-taca son los preliminares, una querencia de mansos-

En la perpetua búsqueda del éxtasis de quien ya ha alcanzado la gloria la penetración ofrece el deleitoso desgarro entre ídolos, la unión mística con virginidades rotas, como si fueran las redes de una portería al que un balón arranca el incomparable sonido de un gol al besarlas.

No me pidan nombres. No quieran conocer los secretos de los divinos. Pero considérenlo, porque es bien cierto: Las estrellas de fútbol son unos adoradores del sexo anal. Les gusta follar y ser follados.





Las fotografías son meramente ilustrativas...

jueves, 12 de diciembre de 2013

Camionero

 Relato    


       Que fetiche tan adorado, este el del camionero. Quien no se ha desorbitado los ojos en algún parador donde una puerta entreabierta de un camión nos invita a fisgonear, o en los servicios de una estación de combustibles. Poco hay que pueda decirse que no haya sido imaginado ya. Los Camioneros, fuentes de deseo, morbo y placer, a ellos dedico esta entrada (aunque se me antojan como primer plato y postre...)



Ay, si esas cabinas hablaran... secretos entre kilómetros de ruta que puede guardar el simple camastro de un camión. Ser camionero otorga automáticamente la "chapa" de Macho. Manos viriles, firmes al volante, pueden estremecer al más precavido de los viajeros de la ruta -que sin medio ni destino buscan quien los lleve por esos caminos de Dios- cuando un camión se orilla y abriendo la puerta del acompañante invita a subir por igual al ingenuo y al experto. Ocupar la butaca de al lado, implica devolver el favor con una charla amena que distienda y conforte al abnegado trabajador del volante. Y si la suerte ha querido que nos regale una sonrisa seguida de una mirada escrutadora de nuestra pequeña humanidad mochilera... como decirlo... poco podremos hacer para no derretirnos cual miel empalagosa entre sus piernas sedientas de labios, saliva y piel.



      Cierta vez, en que bajo mi mochila trepé hasta la cabina de un camión, pude ver de inmediato esa sonrisa de la que les hablo. Me tendía su mano para ayudarme a subir, me así con fuerza a su antebrazo musculoso y surcado por venas, mientras él también tomaba el mío con su mano fibrosa. Haló sin esfuerzo y me tuvo a su lado, medio tumbado por el peso de la mochila enorme. Me indicó que la dejara sobre el camastro y no más decirlo me encontré con medio cuerpo perdido tras los asientos acomodando mis trastos. Me volteé unos segundos y pude ver sus ojos clavados en mis nalgas. Demoré intencionadamente unos instantes demás, los mismos que él demoró en volver a la marcha. La carretera parecía interminable y desierta, la charla discurría entre partidos de la liga Europea y la Sudamericana. Me contó de la forzada lejanía de su familia, y caímos, como era de esperar, en los medios que utilizaba para mitigar el ardor de la soledad.

      Hacía trece años que era camionero, me dijo que al principio no había nada que sus manos y una buena revista no pudieran solucionar, pero pronto todo cambió, lo mismo ocurrió con las trabajadoras de la vida, que más pronto que tarde, terminaron por aburrirlo con sus gemidos sobreactuados y sus chicles globo sabor a uva. Así llegó el día en que por primera vez levantó una travesti, pero su curiosidad no era fácil de colmar y quiso ver cuanto pudiera, y se encontró jugando con un pene por vez primera, ya no con curiosidad, sino con deleite y comenzó a mirar con mayor atención hacia los lados del camino intentando encontrar viajeros  errantes, a los que se hizo adepto irreversible. Ya no había vuelta atrás, le gustaban los hombres, y cuanto más hombres mejor, nada de niñerías ni plumas, su afición eran los machos.

       A esta altura de las confesiones, yo ya estaba que no me podía contener, pero por aquellos tiempos era aún demasiado cauto. Miré por algunos instantes hacia la derecha intentando distraerme, vi el comienzo del atardecer. Un leve roce en hizo girar nuevamente la vista, las miradas se cruzaron y mientras el sol se hundía en el horizonte, dentro de la cabina se alzaban impúdicos mástiles que portaban los estandartes de la pasión.
       No dijo nada, solo aparcó en el próximo parador donde vimos desvanecerse las últimas luces del día. Acercó su mano a mi nuca y la acarició reciamente. En la penumbra notaba sus ojos brillar. Con firmeza me acercó a su rostro y me dio un beso tan profundo como el mar. Sus manos acariciaban mi cuerpo y sin pensarlo comencé a desabrochar su pantalón, su verga en alto parecía rogar por mis labios que pronto no podían casi abarcarla. Era hermosa, gruesa y dura como nunca antes había probado, su salado sabor me inundaba, y su aroma embriagaba mis sentidos. Su mano bajaba por mi espalda adentrándose en mi pantalón, sus dedos jugueteaban y diestramente deslizaron la prenda quedando mis nalgas expuestas y dispuestas a sus caricias, su otra mano gobernaba sobre mi cabeza en la felación. La razón estaba casi ausente, solo deseaba aquel trozo en mí. Poco más podía hacer, solo abandonarme a mis deseos en consonancia con los suyos. Me apoderé de esa verga como si no hubiese un mañana y la erupción se adueñó de mi boca. Tragué placenteramente hasta la última gota y sentí sobre mis nalgas, la fresca brisa que entraba por la puerta del acompañante que había olvidado estaba abierta, y poco me importó. llevó mi cara hasta la suya y saboreó las escasos restos de su propio semen mientras aún jugaba en mi orificio anal, su lengua danzaba con la mía y en un desborde de caricias dadas por sus dedos y su lengua, llegué a una explosión sublime que nada pudo contener, rociándonos con su blanca humedad. Solo reímos y seguimos besándonos. La luz del sol naciente entrando por el parabrisas nos despertó, la puerta todavía abierta y mis nalgas casi petrificadas por el frescor matinal.




        Nos lavamos a un lado del camión. Dispersos por el playón había algunos camiones más, cuyos cuyos conductores deambulaban como .sombras que poco a poco adquirían color y ritmo. Fuimos al restaurante del parador, desayunamos sin que nuestras miradas se perdieran un instante.
        Mientras mi Camionero pagaba la cuenta en el mostrador, me dirigí a los servicios, solitarios y no tan aseados como debieran. Frente al mingitorio no dejaba de divagar pensando en la noche pasada. A mi lado se ubicó un hombre, alto, rudo, de espaldas anchísimas. Me saludó secamente. El potente sonido del chorro de su orina atrajo mi atención. Su miembro estaba casi en erección total. Una mezcla extraña de sentimientos se apoderaba de mí, por un lado el deseo casi irrefrenable de lanzarme rodillas al suelo en pos de aquella verga, y por otro una creciente lealtad hacia mi casi desconocido Camionero que tanto placer me prodigara hacía unas escasas horas. Quizá porque notó mi indecisión, o tal vez por simple desfachatez, giró completamente hacia mí con su miembro entre las manos, y el chorro aún potente dio de lleno sobre mí. Me volteé sobresaltado.

     -Esta el la verga que tu culo necesita. Estuve de pié junto a la puerta del camión anoche, incluso he jugado con ese hoyito profundo hasta que te corriste. Luego me retiré. Pero ahora estamos solos, y esta verga reclama lo suyo...

       No pude reaccionar, solo lo vi acercarse más aún y tomarme por los hombros. Presionó mi cuerpo contra la pared de los mingitorios y su palo enhiesto buscó camino hacia mis nalgas. Con mi rostro pegado a los azulejos húmedos, apenas si logré rogar que no lo hiciera, pero su pene con decisión recorría mi raja mientras la boca de aquel intruso mordisqueaba mi cuello. De algún modo la situación casi llegaba a excitarme, pero bien claro tenía que ese no era el modo en que lo hubiera deseado. Volví a rogar, pero solo logré que aumentara su determinación. Escupió sobre mi raja y su verga mientras me inmovilizaba sin mayor esfuerzo. Una estocada certera me quitó el poco aliento del que era capaz sostener. Se hundió en lo profundo sin contemplaciones. Sentía esa verga que me invadía, la humedad, el hedor a orines, y sentí también la separación abrupta de su cuerpo y el mío, tanto o más violenta que su intrusión. Y sentí, como en un rugido leonino, la voz de mi Camionero:

         -Este pibe es mío y nadie me lo toca -dijo y empujó hasta un rincón al infame que inmóvil quedó-

        Pensé que se trataría de algún tipo de código entre camioneros que no entendía, pero no, había algo en la mirada de mi macho que exigía obediencia absoluta, así lo corroboré cuando el desconocido permaneció en aquel rincón sin pestañear ni articular palabra mientras mi Camionero me rodeaba con sus brazos desde atrás, y comenzó a besarme el cuello y los hombros con una voracidad casi animal. Sus manos me acariciaban rudamente y me despojaban de las ropas húmedas. Noté la mirada aterrorizada del otro, y no hizo más que excitarme, lo miraba y sonreía disfrutando la revancha. Mi verga lo apuntaba amenazante cuando mi Camionero me llenaba brutalmente. Mu lengua recorría mi espalda, mis axilas y mi boca, yo llevaba mis manos hacia atrás para cruzar con mis dedos toda su anatomía de macho marcando terreno.Sus embestidas bestiales me sabían a merecida venganza, y cuando supe que me vendría, hice que nos acercáramos al imbécil invasor y descargué profusamente sobre él. Al instante mi macho hizo lo mismo, y no nos marchamos sin antes hacerle lamer mis ropas mojadas con su propia orina. Mi Camionero acomodó sus ropas y yo tomé las mías, pero así completamente desnudo como estaba, salí de los servicios tras mi hombre con la frente en alto y una gran sonrisa dibujada en el rostro. Allí quedó el intruso, inmóvil, con la mirada perdida.

        Muchos fueron los caminos recorridos juntos en aquel camión, muchas las risas y muchas las pasiones y tormentas desatadas. Todo transcurría según el devenir de los días, sin detenernos a pensar más allá del llevar la carga a destino y destinarnos cuantiosas cargas de adrenalina, sudor y semen para nosotros mismos. Así pasábamos los días y las noches, nada más necesitábamos que el uno del otro.

         Pasaron días, meses, incluso un par de años de verdadera pasión, pero la desventura llegó a nuestro camino. Nos separamos un par de semanas, las semanas más extensas de mi vida. Fue un tiempo en que a pesar de mi enojo, no hacía más que pensar en él, en su boca, en sus manos, su sudor y su lengua. Añoraba aquella verga en mí, pero también sus brazos rodeándome tiernamente estando a la vera del camino bajo las estrellas fumándonos un pitillo de María.
         En este corto tiempo de separación, mi Camionero salió a las rutas retomando aquellos hábitos anteriores a que me conociese. Buscaba y buscaba, quizás a mí, pero yo me mantenía recluido en espera de él, que nunca llegaba. Una mañana, cuando apenas despuntaba el alba, de tanto buscar por los caminos enrevesados de la vida, encontró el frío acero de un facón argentino, que en los servicios de un parador cualquiera le arrebató la vida. Lloré amargamente su muerte durante meses, hasta que un buen día armé mi mochila con unos cuantos trastos y me hice nuevamente al camino. Tras cada puerta que se abría buscaba desesperado la mirada seductora de mi Camionero, su mano fibrosa tendida hacia mí, mas no las encontraba, solo sudor y camisetas gastadas. Jornada tras jornada la ilusión me preparaba para un posible descubrimiento, pero noche tras noche la desazón embargaba mi alma. Tuve momentos de ardorosas pasiones, alguna que otra vez un buen sexo rutero que legaba a estremecerme, pero nunca a colmarme. Me adueñé de un par de vergas dignas de elogio, y las deseché al pasar por un puente o en alguna quebrada profunda. Hubo otras, igualmente dignas, pero de olvido. Tuve un amor pasajero con un inmigrante lituano que me juró amor eterno, pero me bajé en el siguiente parador para desaparecer entre la polvareda de los camiones que aparcaban. Y luego... nuevamente el andar sin rumbo ni destino por  rutas lejanas.




         Una tarde, cerca del ocaso, una llama de esperanza parecía encenderse en mí. Se orilló un camión y la puerta del acompañante se abrió. Alguien me tendía su mano para ayudarme a subir, me así con fuerza a su antebrazo musculoso y surcado por venas, mientras él también tomaba el mío con su mano fibrosa. Haló sin esfuerzo y me tuvo a su lado, medio tumbado por el peso de la mochila enorme. Recorrí con la mirada desde su bulto apetecible en el que se insinuaba una incipiente erección. La llama en mí parecía cobrar fuerzas. Continué recorriéndolo con la mirada hasta llegar a su rostro que no había contemplado aún, el corazón galopaba con la sensación de lo ya vivido, el pulso aceleraba al ritmo en que lo hacía el camión sobre aquella ruta casi desierta. Y allí su rostro. Con un sopor que me paralizaba los sentidos, descubrí que se trataba del intruso, aquel de los servicios del primer parador. Bajé con tristeza la mirada para notar sin sorpresa alguna su bulto creciendo, y a un lado de su butaca el brillo de un facón argentino.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Para comenzar: FÚTBOL

Fútbol, pasión de multitudes. En los estadios repletos se corea el nombre de un equipo, o de un jugador haciendo bramar la ciudad con ese ímpetu que solo el fanatismo logra desprender de gargantas hechas jirones tras cada partido.

Sin dudas es muy de machos hablar de fútbol, pero a mí, el fútbol me gusta poco o casi nada. Lo que sí me gusta... son los futbolistas. Esas piernas torneadas, fibrosas, ese sex-appeal de hombres viriles cargados de testosterona, y, que aún así, se acercan cada vez más al prototipo de "metrosexual" que tanto seduce desde las grandes publicidades que colman las metrópolis más glamourosas.

Nada tan de machos como un estadio lleno, en cueros saltando y vitoreando con el sudor de la victoria bañando los cuerpos tan cercanos y tan de machos amontonados en las gradas. Nada tan de machos como el festejo de un gol, en el que los jugadores se abrazan, se tocan, incluso besan y acarician prodigándose ese afecto que la camaradería y el triunfo propician. Nada tan de machos... por eso me gustan tanto.

Aquí va mi Selección:


Ballack

Beckham

Beckham
(Va doble porque es imperdible)

Piqué

Ronaldo 

Sneijder

Feilhaber

Feilhaber
(No podía dejar de agregar esta imagen)

Agüero

Kaka

Kaka
(Otro que va doble... ¿hace falta explicar?)

Gourcuff

Gerrard

Gerrard
(¡Uff!)

Giroud